Juan María Casado

El dolor de una guerra

«El dolor de una guerra» está incluido en el libro antología de relatos «Palabra a Palabra» publicado por editorial Edisena en junio de 2021.

 

Estábamos a punto de meternos en las literas cuando repentinamente apareció el sargento con su porte habitual de come-hombres.

–¡Atención, compañía! ¡Esta noche se ejecuta a los presos, necesito a diez de vosotros para el pelotón de fusilamiento! –Nos desafió con la mirada mientras recorría el pasillo lentamente. Cuando llegó al final, con su desagradable sonrisa llena de ventanas, gritó–: ¡Quiero voluntarios!

Dieron un paso adelante los que ya sabíamos: cuatro víboras que, en el frente, solían confundir muy fácilmente el valor con el ensañamiento.

–¿Nadie más? –preguntó impaciente el sargento. 

La mayoría de nosotros nos miramos incrédulos durante unos segundos interminables. Entonces, agaché la cabeza sin saber qué hacer y observé el suelo que me pareció particularmente sucio en ese momento.

–Está bien, necesito seis más. ¡Los de esas tres literas! –dijo, señalándonos. Y con la garganta a punto de reventarle, añadió–: ¡Os quiero a todos en el patio en cinco minutos!

Comencé a notar calor en la entrepierna y una humedad que se extendía por los pantalones, recorriendo el muslo hasta la rodilla. No tuve tiempo de pensar en mi torpeza y dejé que el líquido fluyera sin reparos, sin un atisbo de rubor. Tal era mi estado que ni me inmuté al observar que a mi compañero de litera le estaba ocurriendo lo mismo. Ni siquiera lo lamenté, ni me provocó sonrojo. Solo una cosa martilleaba mi cerebro en aquel instante; y no era el miedo, ni los gritos del sargento, a los que ya éramos inmunes; sino la angustiosa idea de matar a sangre fría, de matar a inocentes sin que tuvieran la más mínima posibilidad de defenderse. 

Escupí varias veces el sabor amargo que se estaba instalando en mi boca, el del rechazo a una ejecución injusta, a un acto de cobardía al que jamás me había enfrentado. Era consciente de que durante estos dos últimos años de guerra había matado. En el frente, la locura se apodera de ti y matas, matas por miedo a morir, matas sin saber por qué. Pero ahora que no había trincheras, ante este fusilamiento inesperado, lo único que sentía era vergüenza.

Moviéndome como un autómata acostumbrado a que le den órdenes, salí al patio con la certidumbre de que esta vez no lograría obedecer.

El sargento mandó alinearnos y nos guió hacia el fatídico lugar. Una vez allí, nos instó a permanecer firmes mientras retrocedía para disponerse a las órdenes del capitán que estaba unos metros más atrás.

Durante la espera, comencé a tiritar perceptiblemente. Puede que fuera el frio de la noche, o la humedad que había descendido por toda mi pierna derecha, o la pesadumbre por aquellos que iban a morir, no lo sé. Pero mi estómago se estaba rebelando y las ganas de vomitar eran cada vez más apremiantes.

Al cabo de unos minutos salieron varios centinelas escoltando a cinco desgraciados con aspecto taciturno que caminaron en silencio hasta el paredón. Fueron atados cada uno a un poste y cuando les vendaron los ojos, dos de ellos comenzaron a llorar. El capitán no esperó más y dio la orden.

–¡Pe-lotón, rodilla en tierra!

Se me hizo un nudo en la garganta.

–¡Car-guen!

Comencé a sudar profusamente. El fusil se me resbalaba de las manos y tuve que apretarlas con tal fuerza, que prácticamente impedí que circulase sangre por ellas. Noté que la frente me ardía y que por ella discurrían gotas de sudor hasta mis ojos, que comenzaron a nublarse.

–¡A-punten! –ordenó el capitán.

Y yo apunté. No sé cómo, pero apunté. Apunté por encima de la cabeza del tercer preso, con la esperanza de no darle. Apunté, y así estuve, con el fusil en vilo, durante lo que me pareció una eternidad; apretando el arma hasta lo impensable para que no descendiera el cañón…, pero no pude más. El fusil pesaba como nunca y a pesar de mis esfuerzos, descendió. El punto de mira llegó a alinearse justo sobre sus ojos, de manera que, si disparaba ahora, le volaría la cabeza.

Fue entonces, cuando al fijarme bien en su cara ensangrentada, algo estalló en mi cerebro como un fogonazo. Reconocí su nariz un poco ladeada, su pelo negro, su boca, su mentón prominente. En sólo un instante, supe que era él, no tenía la más mínima duda. A pesar de la sangre, de la noche, de la venda en sus ojos y de la distancia, lo supe: ¡Era mi hermano!

Me levanté de repente dando un salto hacia atrás. Maldije su mala suerte. En milésimas de segundo transcurrieron por mi mente los dos años de guerra persiguiendo sombras, sufriendo pesadillas, matando monstruos que entraban y salían de mis sueños. Me sentí vacío, asqueado, como si todo se hubiera roto en mi interior.

Bruscamente, algo frío en mi sien me hizo reaccionar. Giré levemente la cabeza y descubrí al capitán apuntándome con su pistola. No me moví, no quise moverme. Con el cañón pegado a mi piel, cerré los ojos y le dije con firmeza: ¡Dispare, mi capitán! ¡Hágalo ahora! ¡Dispáreme!

–¡No me obligues a hacerlo! –me dijo sin convicción.

Su mano, la que sujetaba la pistola, temblaba visiblemente. Entonces, le miré directamente a los ojos y comprobé su miedo, su tristeza, su dolor.

Con una mezcla de sentimientos contradictorios, rompí a llorar, derrotado, sin esperar de la vida nada más. Incrusté de nuevo las rodillas en la tierra fría, me volví hacia el capitán y, sin hablar, le rogué que terminase de una vez.

Ya no esperó más. Allí, viéndome postrado, ahogado en lágrimas, con los ojos cerrados y la mano en el fusil, se compadeció de mí.

–¡Fuego!

El estruendo de los disparos fue brutal. Apreté el gatillo sin mirar, apreté los labios, apreté todo mi cuerpo hasta que me dolió. Finalmente, perdí las fuerzas y me desplomé. Me desperté al día siguiente en una cama de la enfermería. Me dijeron que habían tenido que coserme la lengua y el labio inferior, que prácticamente me los había arrancado de cuajo, que había perdido mucha sangre.

No pude dormir durante muchos días por el dolor, ese dolor de la razón perdida que se filtra por las neuronas de la memoria y no te abandona hasta la muerte.

 

Juan María Casado Domingo

7/10/2019

 

El relato «El dolor de una guerra» está incluido en el libro antología de relatos «Palabra a Palabra» publicado por editorial Edisena en junio de 2021.

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