Juan María Casado

2001: Una odisea del espacio

En 1968, Kubrick tocó el cielo con «2001: Una odisea del espacio»

Ayer cumplí los diecinueve y tuve un día para olvidar: creo que bebí demasiado. Hoy me apetece ir al cine y estar solo: solo en la soledad de la sala, solo porque aunque haya más gente, sé que la oscuridad me aislará como una burbuja de los demás.

En el Tyris reponen «2001: Una odisea del espacio». Dicen que es una gran película; pero a mí, Kubrick, no me suena de nada. El Tyris me gusta, tiene una pantalla panorámica enorme que te permite sumergirte en las películas y dejarte llevar; así que no le doy más vueltas: estas historias de ciencia ficción son mi debilidad.

Es domingo por la tarde y, para mi sorpresa, la sala está medio vacía. Me da mala espina, pero pienso que así estaré mejor, más cómodo. Rezo por que la película no sea un tostón.

Busco mi butaca junto al pasillo central entre todas las maravillas rojoaterciopeladas que hay a derecha e izquierda y, cuando doy con la mía, me siento y suplico que ningún «armario ropero» se coloque delante de mí. Suena una música almibarada, típica de las sesiones de reestreno, de esas que te transportan a un espacio de la conciencia tremendamente aburrido. Me entretengo disfrutando la pantalla blanca en toda su longitud mientras espero pacientemente a que se inicie la proyección.

¡Por fin, se hace la oscuridad y comienza el espectáculo! Zaratustra habla y suena su música grandiosa; contemplo una serie de planetas alineados y al fondo el sol que emerge, deslumbrándome, mientras van haciendo acto de presencia los títulos de crédito. El crescendo de la música, que se estira lentamente, me eleva sobre un universo repleto de estrellas, hasta dejarme sin aliento. Contemplo hipnotizado la luz de ese sol que parece dominarlo todo. «2001: Una odisea del espacio»: Palabras blancas sobre la oscuridad del universo. Un planeta. Un sol. Poco a poco la imagen se funde a negro, mientras esa nota final de Zaratustra suena y se va alargando hasta el infinito… Las trompetas y los timbales desaparecen, se extingue el sonido del órgano. Silencio.

En un minuto y treinta y seis segundos de película, he disfrutado de uno de los inicios más memorables de la historia del cine.

De la oscuridad, nace una fotografía rojiza preciosa. Aparece un título: «El amanecer del hombre». Un grillar misterioso rompe la calma del paisaje. Y luego, el gorjeo de unos pájaros y el susurro del viento. Podría ser un atardecer, pero no, está amaneciendo… Se suceden varias imágenes de tierra estéril que parecen de otro planeta; y de pronto, unos monos me sorprenden comiendo arbustos, como la cosa más natural del mundo. Unos monos medio humanos, asombrosamente realistas, comiendo junto a otros animales. «El planeta de los simios» fue rodada en el mismo año que «2001…», en 1968; pero estos monos me acaban de dejar boquiabierto: empiezo a hacerme una idea de quién es Kubrick.

Y el caso es que esto acaba de empezar y sigo maravillándome escena tras escena. Me quedo encandilado observando esos ojos, esa expresión tan humana de los monos mientras se abrazan temerosos durante la noche. Y me sorprendo junto a ellos, con la aparición del monolito a la mañana siguiente. Y me sigo sorprendiendo cuando percibo la metáfora: lo que el monolito representa. Y se me acelera el pulso, cuando detecto que los monos han sublimado su capacidad de entender más allá de lo entendible. Percibo cómo su mirada se ha transformado en algo humano, y contemplo como sus manos hacen el mayor descubrimiento de la historia. Ahora, ya están preparados… ya pueden matar para sobrevivir.

De pronto ocurre la transición más hermosa y original que se haya filmado jamás: la de un hueso alzándose en el aire sobre un cielo azul, transformándose en una nave espacial que atraviesa lentamente el oscuro universo lleno de estrellas. Un fondo azul que se funde a negro y un hueso alargado de un pasado remoto que da paso a una nave en un futuro ligeramente reconocible.

Tras la maravillosa transición, Kubrick deja fluir la música de «El bello Danubio azul», mientras la nave se pasea y parece flotar por el espacio. Una escena de más de cinco minutos en la que procede disfrutar del majestuoso vals de Strauss, a cuyo compás parecen bailar naves y planetas. Sí, procede relajarse y flotar. ¡Flotar!, esa es la palabra: una ausencia de gravedad que Kubrick se empeña continuamente en demostrar.

Esta segunda parte culmina con una escena similar a la de los monos cuando descubren el monolito; salvo que ahora son astronautas los sorprendidos por una extraña vibración acústica.

Tercera parte: «Misión Jupiter, 18 años después». Aparece HAL, una computadora de última generación de la serie 9000 dotada de inteligencia artificial que gobierna una nave espacial tripulada en misión a Júpiter. ¿Las máquinas pueden llegar a tener sentimientos? No dejo de sentir cierta congoja, cuando oigo cantar a HAL, ese «Daisy, Daisy…», mientras agoniza.

Después llega la fiebre visual: una serie de imágenes alucinógenas en las que nuestro pasajero del espacio viaja por un supuesto agujero negro. Un viaje que lo traslada a una extraña mansión, en la que el tiempo se pliega y el protagonista envejece a cada plano hasta convertirse en un feto, que renace e inicia de nuevo el ciclo de la vida.

Trato de respirar y de asimilarlo todo: ese viaje a lo inhóspito, esa imagen final del niño dentro de su burbuja vital, mirándolo todo con sus enormes ojos, frente a un planeta. Suenan otra vez trompetas y timbales, y Zaratustra habla de nuevo como al principio…

Dejo de apretar los reposabrazos con las manos, cuando aparecen los títulos de crédito y vuelve a sonar «El bello Danubio azul». No soy consciente de la tensión que estaba conteniendo, hasta que me relajo y dejo que la música me envuelva. El monolito me ha trastornado y tengo la sensación de que yo también he dado un salto evolutivo: algo en mi interior me dice que ya no soy el mismo de hace dos horas.

Mientras disfruto del vals, una pareja que estaba sentada detrás de mí parece discutir. Logro distinguir lo que le dice la chica, algo enfadada, a su acompañante: «Desde luego, la próxima vez, no te dejo elegir la película».

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